sábado, 4 de junio de 2011

ESTO TAMBIÉN ES MENDOZA

COMO SOBREVIVEN LOS HABITANTES DEL DESIERTO


Si nunca antes hubo agua en el desierto, ahora hay menos y la vida se complica para quienes residen allí desde que tienen memoria. Hay gente que pide ayuda. Que la escuchen. El desierto es el espejo de un futuro posible.












“No sabemos si va a cuajar la algarroba”, sostiene Carlos Sosa, puestero de La Querencia en pleno desierto de Lavalle. Según sus cálculos, “no cae un buen aguacero” desde el 8 de marzo.
No es un asunto menor si florece o no: eso es lo que comen las cabras y con lo que preparan un jarabe que les ayuda a los niños a afrontar problemas de salud allí, en donde –con suerte- podrán verle la cara a un médico una vez cada 15 días.
- ¿Hay tiempo para la floración, o ya la dan por perdida?
No, hay tiempo, hay tiempo. Si llegara a caer una lluvia, florece todo el desierto… Claro, pero si después no llueve más… todo se seca. Hay que ver que pasa.
Apesadumbrado y optimista a crédito, Sosa se queja de que no llega la ayuda oficial de la emergencia agropecuaria. Los fardos de pasto se compran con plata, algo que no manejan en abundancia. En Costa de Araujo, un fardo cuenta 12 pesos. En La Majada, unos kilómetros más hacia el norte, ya el costo es de 20 pesos. “Una fortuna”, según nos cuenta Isidro Mayorga, un puestero que ya perdió cuatro vacas y que teme por la continuidad en pie de unos terneros.
El asunto aquí es el agua.
Parece lógico: se trata del desierto. Pero la respuesta la da Isidro, del paraje La Majada: “Acá siempre ha faltado agua. Pero como ahora… nunca”.
“Agua para los animales yo tengo; pero el tema es el campo –señala alrededor- no hay verdeo, no hay nada”.
En Twitter la noticia de la muerte de animales en el desierto lavallino se anunció de una manera más que gráfica: “La tierra seca empezó a beberse la vida de los animales”, decía la red social que levantó el informe de MDZ.


 
Un alumno de La Majada va desde la escuela hasta el puesto de los Mayorga.
Iris Azcurra no tiene Internet en su escuela. Tal vez sepa acerca de Twitter y Facebook, aunque sus alumnos, no. Pertenecen a 12 familias que le han dado a la escuela que dirige  esos 36 chicos que tiene como alumnos. No tiene Internet; no tiene electricidad, no tiene agua, no hay médicos en la zona ni transporte público. Pero advierte: “Aquí no se suspenden las clases por corte de algún servicio”. Y evita reír, porque el chiste si bien es chiste, denota un mundo de carencias que duele.
“No podemos vivir con cinco bidones de agua por semana que nos provee la Dirección General de Escuelas”, avisa y muestra el tanque que tiene tan sólo un cuarto de su capacidad completa disponible para toda la semana.
Así y todo, vive. Tanto Iris como Isidro, Carlos, los 36 alumnos, los maestros, las celadoras y un puñado de decenas de puesteros y sus familias. Viven igual, con menos agua que antes en un desierto en el que, en definitiva, debe empezar a mirarse el resto de Mendoza, la que no está allí, sino en algunos de sus oasis.
¿Cómo es vivir en el desierto?
Isidro Mayorga nació a 15  kilómetros, más o menos, de donde vive ahora, un puesto hecho y derecho, musicalizado por cotorras que nunca se silencian y que representan casi la única emisión audible en el lugar.


 
Isidro Mayorga y su malograda mano.
Vive con su madre, una generación más huarpe que él que, además, nació a unos 30 kilómetros de allí, delatando una hipótesis amateur: todos vienen de las Lagunas de Guanacache y alguna vez se fueron corriendo, junto a 20 cabras, un poco más acá, para fundar sus familias y no invadir las pasturas del otro.
Tiene una mano vendada. Un caballo le jugó una mala pasada y le rebanó una palma. Atada, la usa igual: es su única mano de obra disponible.

“Nosotros estamos un poco mejor”, asiente Antonio Briones, director de la escuela de El Cavadito quien camina por una huella junto a la maestra Elizabeth Cataldo, para hacer dedo. Van comiendo pizza por el camino, apurados por encontrarse con algunos de los cinco autos por hora que, calculan, pasan por la ruta.


 
Con su delantal y maleta en mano, una niña sale de la escuela y vuelve a su casa.
Esperan que además de encontrarlo, sus conductores vengan con el humor necesario como para dejarlos subir y acercarlos a uno hasta “La Costa”, a la otra hasta la Ciudad de Mendoza, de ser posible. Su diaria rutina por educar a un puñado de chicos del desierto desde un aula prestada por la iglesia de San Judas Tadeo.
Tiene 3 tanques de agua y tiene luz, lo que, desde ya, los diferencia del establecimiento de La Majada.
Así nos cuenta el contexto de esa escuela en el desierto Antonio Briones.
Carlos Sosa es una especie de líder local: le pone fuerza a la organización y, con los tiempos que el clima dicta, reúne a los puesteros y ayuda a la obra de los curas Benito y Federico. Pecha para que el Gobierno construya la escuela nueva en El Cavadito.


 
Bajo la enramada cuelgan dos chivos eviscerados. Su mujer, alisa la ropa calentando la plancha con brasas. Una botella de plástico guarda agua fresca envuelta en una tripa. Una niña juega y no ve televisión, ni acciona una Play Station; juega y transmite alegría a esos padres que la vieron llegar después de que sus otros hijos ya estaban creciditos.
“La municipalidad tiene el deber de traernos agua”, define, contundente, Sosa, cuando le preguntamos cómo hacen. Cuando –ajenos, intrusos- le consultamos cómo sobreviven a tanto polvo y necesidades.
Sin agua, los chivos salen más secos, no tienen grasa. Sosa explica que deben caminar más, perdiendo la grasitud. "Ahí colgué dos chivos, pero hay que freirlos para que rindan", nos cuenta.

"Una cosa es pasar por la ruta; otra, es darse cuenta que hay gente viviendo allí. Una muy diferente es detenerse, bajarse del auto, respirar ese aire. Distinto es meterse por una huella; parar en un puesto. Increible es vivir allí".

Espontáneamente, el director/maestro Antonio Briones nos cuenta de esa manera su versión del desierto. Y es tal cual.

Colaboración: Gustavo Salinas.

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